Publicado en El Universal el 9 de junio de 2017
El ser humano es un animal de rutinas. Cada día es un ciclo que durante decenas de generaciones lo hemos amoldado trabajando de ocho a seis, de lunes a viernes. Cada año también es un ciclo y enero lo aprovechamos para fijarnos metas y propósitos.
El ciclo diario es natural porque el cuerpo humano sincroniza sus procesos biológicos con la salida y puesta del sol, lo que los médicos llaman un ciclo circadiano. Respetar el reloj biológico es sano: comer y dormir a las horas en los intervalos adecuados repercute en una vida más larga, saludable y libre de estrés.
El problema con la sociedad tecnológica es que crea marcadores que alteran el reloj biológico de formas artificiales que pueden salirse de control. A diferencia del cotidiano sol, la tecnología crea hábitos que nos programan en horas arbitrarias: por ejemplo, el noticiero del mediodía divide nuestros días en dos, o los seriados de televisión le dan identidad a la generación que los ve.
Los ciclos artificiales además se están tornando muy volátiles. Hemos entrado en la era de lo instantáneo. El acelere invadió a nuestras vidas con una mezcla de mensajería instantánea, redes sociales, buscadores, televisión en línea y la comida rápida.
Los emprendedores ahora deben aprender a vender sus ideas de negocio en apretadas charlas que duran menos de lo que tarda en bajar un ascensor. Las familias, las parejas y los amigos departen mirando el celular en medio de un hechizo que pareciera romperse a medida que a cada uno se le agota la batería.
Ante la carencia de referentes culturales comunes a la generación de los Millenials, la industria del entretenimiento se ha visto abocada a explotar la nostalgia de la generación de los treintañeros, con remakes de películas noventeras que llevan a la pantalla grande historias que originalmente eran cómics.
En cambio, las nuevas generaciones son indómitas ante cualquier campaña de mercadeo: no le tienen paciencia ni a los comerciales de más de diez segundos en el canal de YouTube. Si antes una maratón servía de metáfora para la vida cotidiana, ahora parece haber cambiado a una carrera de 100 metros planos.
La cantidad de información humanística que antes podía consumirse con leer un clásico griego no cabe en un trino de 140 caracteres o en un meme. Si alguno quiere que su mensaje impacte en redes sociales, debe embutirlo en una frase suelta al pie de una imagen ocurrente.
En unos años el nuevo reto del mercado y la economía será encontrar formas de desacelerar a la gente, reencausarla en ciclos más estables y naturales, y desintoxicarla del frenesí de memes que la absorbe hoy en día.
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