Publicado en El Universal el 8 de enero de 2016
“¿Por qué fracasan los países?” es el sugestivo título de un popular libro sobre desarrollo económico en el que se pregona que las instituciones son el medio indicado para solventar la inviabilidad de algunas sociedades. Colombia es uno de los países que, según esta obra, carece de reglas de juego que faciliten el desarrollo.
Si inventariamos qué reglas de juego inspiran total respeto en otros países, encontraremos, entre otras, la puntualidad, en Inglaterra; la libertad de expresión, en Estados Unidos; no sonar las bocinas de los automóviles, en Suiza; o el orden durante las evacuaciones de edificios, en Japón.
En los ejemplos anteriores las reglas sociales sobreviven a cualquier violación esporádica. Es decir, cuando aparece un infractor de la norma el resto de la sociedad le reclama su comportamiento y le recuerda que existe una raya que no se debe cruzar.
En Colombia, en cambio, a muchas normas le encontramos salvedades que justifiquen evadirlas: que nadie está mirando; que si otro lo hizo por qué no puedo yo hacerlo; que si a mí me la hicieron yo la devuelvo, etc. Entre nosotros es siempre válido buscarle la comba al palo.
La peor de las de las excusas para incumplir normas se da en esa costumbre muy colombiana de creerse con derecho a saltarse los conductos regulares. Por ejemplo, cuando un profesor le reprueba una asignatura a un estudiante, lo normal es que la decisión se acate. En cambio, el estudiante recibe consejos para apelar: “¿ya intentaste ir a hablar?”, “Ve y habla”, o “habla para que te arreglen tu situación”.
Los colombianos damos por sentado que existe un recurso de última instancia que es “hablar con alguien de arriba”, y esto aplica para muchos casos como medio para saltarnos los conductos regulares: multas de tránsito, acceso a cupos educativos, trámites que exigen papeleos tediosos, filas en bancos y notarías, etc.
Esta costumbre está tan arraigada que no sorprende que el mayor de los problemas del país, el conflicto interno, se trata de resolver a la usanza colombiana: en los diálogos de La Habana las partes se reúnen a puerta cerrada, las reglas inviolables –que los delincuentes no pueden elegir a sus jueces, que los delitos de lesa humanidad deben pagar cárcel– se relajan. De forma más evidente vemos que, en momentos agudos de la negociación, el presidente envía a su hermano para que “vaya y hable”.
Tal vez este proceso con las FARC lo que requiere es trazar con mayor firmeza las rayas que no se deben cruzar, para comenzar a cambiar nuestra cultura transigente.
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